Macondo y las islas Afortunadas
Resulta curioso, y hasta un motivo de orgullo y satisfacción –¿de qué me sonará esta expresión?–, leer en una de las obras cumbres de la literatura hispanoamericana del siglo XX una referencia tan hermosa de lo que puede llegar a ser la nostalgia que, a veces, nos invade al estar mucho tiempo lejos de Canarias, como la que escribió García Márquez cuando dijo que, tan pronto como salían de sus jaulas, los canarios abandonaban Macondo para cruzar el mar y volver a sus islas Afortunadas.
«Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba era más evidente su intención de quedarse, pues no concebía planes que no fueran a largo plazo, ni tomaba determinaciones que no estuvieran orientadas a procurarse una vida más cómoda y una vejez tranquila en Macondo. La jaula de canarios demostraba que esos propósitos no eran improvisados. Recordando que su madre le había contado en una carta el exterminio de los pájaros, había retrasado el viaje varios meses hasta encontrar un barco que hiciera escala en las islas Afortunadas, y allí seleccionó las veinticinco parejas de canarios más finos para repoblar el cielo de Macondo. Esa fue la más lamentable de sus numerosas iniciativas frustradas. A medida que los pájaros se reproducían, Amaranta Úrsula los iba soltando por parejas, y más tardaban en sentirse libres que en fugarse del pueblo. En vano procuró encariñarlos con la pajarera que construyó Úrsula en la primera restauración. En vano les falsificó nidos de esparto en los almendros, y regó alpiste en los techos y alborotó a los cautivos para que sus cantos disuadieran a los desertores, porque éstos se remontaban a la primera tentativa y daban una vuelta en el cielo, apenas el tiempo indispensable para encontrar el rumbo de regreso a las islas Afortunadas.»
(Gabriel García Márquez, Cien años de soledad)
Porque me atrevería a decir que esta descripción no es sólo aplicable a los pájaros.
Ni mucho menos, uno siempre «tira» al nido que le vió nacer.