La Península errante
Europa empieza en los Pirineos es una de esas frases con las que históricamente se ha tratado de poner en evidencia que durante muchos años España –y, por ende, Portugal– eran algo así como las hermanastras pobres del Viejo Continente.
Con la entrada de ambos países, en enero de 1986, en la por aquel entonces llamada Europa de los Doce, tras haber superado sus respectivos regímenes dictatoriales, la situación comenzó a cambiar. Ambos estados empezaron a recibir cuantiosas ayudas comunitarias que les permitirían equiparar su nivel de desarrollo con el alcanzado hacía años por el resto de sus nuevos socios. Parecía que, tras siglos de separación, Europa ya no acababa en los Pirineos, sino un poco más al sur.
Sin embargo, hubo quien, en este contexto, se preguntó si no sería cierto que la Península Ibérica no es más que una inmensa isla de piedra que tiene más lazos comunes con Iberoamérica que con el continente al que se encuentra unida por los Pirineos, donde efectivamente Europa tendría su frontera más meridional. Y añadió a su duda qué ocurriría a uno y otro lado de la cordillera si un buen día a la Península se le ocurriera desgajarse del continente y empezar a vagar por el océano.
En el mismo año en que España y Portugal se adherían a las Comunidades Europeas, el escritor portugués José Saramago reflexionaba sobre la europeidad de estos países en su novela La balsa de piedra.
De la mano de cinco personajes de carne y hueso –los portugueses Joaquim Sassa, José Anaiço y Joana Carda, el andaluz Pedro Orce y la gallega María Guavaira–, a los que se unen Ardent, un perro pirenaico que no ladra, y Dos Caballos, que aunque es un coche no deja de ser un protagonista más de esta historia, Saramago propone una auténtica reflexión sobre la identidad ibérica y su relación con el resto de Europa.
Dentro de esta reflexión acerca de lo ibérico que propone el Premio Nobel de Literatura 1998 en esta novela, está también implícito también el análisis sobre las relaciones entre Portugal y España, los dos países que comparten el territorio peninsular –Gibraltar se desprende de la Península, convirtiéndose más que nunca en la roca–, y que muchas veces parecen ignorarse, a pesar de lo mucho que tienen en común.
De hecho, una de las cosas que más sorprenderán al lector español, además de la facilidad de lectura de la que carecen otras obras del escritor afincado en Lanzarote, es el punto de vista portugués desde el que está narrada la novela. Una visión en la que el foco se centra en Portugal y lo que ocurre en España es accesorio y complementario, justo al contrario de lo que suele ser habitual.
Este ejercicio de reflexión identitaria, aún habiendo nacido al calor de la integración europea, sigue totalmente vigente –y siendo, por tanto, muy recomendable– a comienzos del siglo XXI, en una época en que los fenómenos migratorios se producen a escala mundial, España y Portugal ya no son las hermanastras más pobres de la Unión Europea y el Viejo Continente ya no acaba en los Pirineos.
Si además está contado con la calidad literaria de José Saramago, los motivos para visitar la Península errante tienen que ser el doble.
Resulta contradictorio cómo Portugal o no ha sabido o no ha podido seguir el paso de Espana en la evolución de los últimos 30 anios de progreso. Mientras a Espana no la reconoce ni la madre que la parió,como ya predijo Alfonso Guerra, en Portugal no ocurre lo mismo. Al menos eso creí comprobar hace unos anios cuando estuve por allí. Yo creo que los peninsulares somos unos privilegiados, ya que no sólo nos unen los lazos hacia américa sino también los europeos, aunque posiblemente debido a la larga dictadura Europa y el pensamiento europeo se alejó de Espana y Portugal. Lo mismo pasó con Italia…