La disección del aspirante a novelista
Ahora que, forzosamente, vuelvo a disponer de bastante tiempo libre, he retomado algunas rutinas que, debido a la vorágine laboral de los últimos tiempos, no me había quedado más remedio que dejar de lado. La lectura y salir a correr han sido las primeras. Y, como consecuencia directa de ellas, la escritura de la que, desde hace ya algo más de diez años, aspira a convertirse en mi primera novela.
De momento, releyendo los manuscritos y el cuaderno de notas en el que iba anotando las ideas que se me ocurrían para hacer avanzar la trama, he conseguido que los personajes no me insulten y comiencen a dejarse querer de nuevo, a la vez que mientras corro, me han venido a la cabeza varias alternativas interesantes para deshacer algunos nudos de la trama para los que no veía una solución clara.

Pero, también, me he dado cuenta de que mi cerebro, de forma autónoma, se ha puesto en modo aspirante a novelista, diseccionando las últimas novelas que me he leído.
Desde la llegada de la pandemia he leído bastante poco –prácticamente nada, me atrevo a reconocer, y me flagelo por ello– y los libros que han caído en mis manos los he consumido como un lector cualquiera, intentando disfrutar en la medida de lo posible de la historia que se me contaba. Sin embargo, con la última novela que me he leído la situación ha cambiado radicalmente y de forma totalmente inconsciente. Cuando había leído alrededor de la mitad de Los ritos del agua, segunda novela de la trilogía de La Ciudad Blanca, de Eva García Sáenz de Urturi, me di cuenta de que, más allá de estar intrigado por quién podría ser el asesino al que se enfrentaban sus protagonistas y hacer las cábalas habituales sobre su identidad, mi cerebro buscaba por su cuenta las marcas más o menos sutiles, en forma de una inocente frase suelta o un detalle en principio insignificante sobre una situación o un personaje, que la autora tenía que haber dejado por aquí y por allá para construir la intrahistoria de su historia.
Reconozco que el hecho de que el libro reproduzca la estructura del que le precede, superponiendo a la trama actual una historia del pasado que ya desde el principio sabemos que tendrá una influencia determinante sobre los acontecimientos del presente –y que ambas, además, estén directamente relacionadas con algunos de los policías que protagonizan los libros, me hizo acercarme a la novela con ciertos prejuicios. Y quizá eso contribuyó a que mi cerebro se pusiera en modo diseccionador, tratando de revelar el esqueleto de la novela y los recursos empleados por la autora para llevarnos al final y al culpable que pretendía.
A medida que leía –pese a los recelos y a lo repetitiva que me parecía la estructura y, por tanto, la historia en sí misma (lo que, por cierto, a mi juicio le resta un mucho de credibilidad; de verosimilitud)– me dejé atrapar por la historia, elaborando teorías sobre los distintos personajes que podrían acabar siendo el asesino y sus posibles motivaciones para ello. Sin embargo, y aunque inicialmente lo fuera de manera inconsciente, lo fue más por destripar los resortes literarios empleados por la autora que por la curiosidad del lector que quiere saber porqué ocurre lo que ocurre y quién es el responsable de ello.
Tras acabar la lectura, puedo decir que, como simple lector, entretiene y engancha a pesar de prácticamente calcar la estructura y acontecimientos de la anterior en lo que a las implicaciones personales de los protagonistas se refiere
Poco a poco –y una vez tomada la consciencia de que eso estaba ocurriendo– el entretenimiento como finalidad de la lectura pasó a un segundo plano, siendo sustituido por una lectura que analizaba cómo cada acontecimiento, por nimio que pudiera parecer, buscaba empujar al lector hacia el final pergeñado por la autora. Y, una vez comprendido esto, fui capaz de averiguar mucho antes que los protagonistas la identidad genérica del asesino y, a pesar de las pistas falsas sembradas por la autora –algunas un poco burdas, otras más sutiles–, adjudicarle una identidad concreta bastantes páginas antes de que lo hicieran los personajes que debían hacerlo. Algo que, por cierto, los convierte en personajes ligeramente idiotas por no darse cuenta de lo que ocurría mucho antes. Máxime cuando apenas unos meses antes –en la novela anterior, que leí en 2019– ocurrían unos hechos cuyas líneas generales eran bastante similares a los de esta.
Tras acabar la lectura –que reconozco que en su último tercio se convirtió en una única sesión maratoniana impulsada por las ganas de constatar o refutar mis teorías acerca de lo que podría suceder o no con la historia–, puedo decir que, como simple lector, entretiene y engancha a pesar de prácticamente calcar la estructura y acontecimientos de la anterior en lo que a las implicaciones personales de los protagonistas se refiere. E, incluso, aunque chirríen algunos pasajes en los que la suspensión de la credibilidad que siempre se exige en cualquier obra de ficción rocen lo increíble para una suspensión de la credibilidad que se estime razonable en una novela de estas características.
Como aspirante a novelista, en cambio, me quedo con la satisfacción de haber identificado con bastante precisión las intenciones de la autora y, con ellas, las costuras de la historia, elaborando multitud de teorías, unas más descabelladas que otras que, precisamente por no ser tan descabelladas finalmente, resultaron ser ciertas. Me quedo, en definitiva, con la satisfacción de haber podido identificar correctamente el uso de una serie de recursos literarios y sus efectos en la narración. Una información muy útil a la hora de decidir si podrían aportar –o no– a esa historia en construcción que espero que, en no demasiado tiempo, se transforme en el manuscrito completo de mi primera novela.
[Fotografía de jcomp/Freepik]

