Juana de Arco
Ando estos últimos días leyéndome una biografía de Juana de Arco. No es que, de repente, me haya entrado una curiosidad desmedida por la vida y obra de la Doncella de Orlenas; es más el libro es breve –apenas supera las 150 páginas– y es todo lo sesudo que se le puede exigir a un volumen que forma parte de uno de esos coleccionables de RBA que solía comenzar a comprar –y no siempre terminar– mi padre. Esta colección, en concreto, está dedicada a distintas figuras femeninas que han destacado a lo largo de la historia.
Este ejemplar lo encontré hace ya casi tres años entre los últimos libros que había leído mi padre e ignoro si llegó a completarlo o quedó a medias para siempre. Quizá por esa duda, en lugar de ponerlo con el resto de tomos que componen la colección, lo dejé con algunos de los libros que tengo pendientes de lectura y, ahora que –al fin– la montaña comienza a descender, me volví a encontrar con él hace escasos días. Por esa duda y, también, porque el personaje de Juana de Arco estará siempre ligado a la primera vez que viajé a París junto a mi padre, en uno de los viajes de fin de curso que solía organizar.
Debíamos de ir circulando por la Rue de Pyramides, muy cerca de su cruce con la Rue de Rivoli –donde poco después, buscando láminas de carteles modernistas descubriríamos una confitera que, por sus trufas de chocolate negro, se convirtió en visita obligada cada vez que regresamos a París–, cuando, al llegar a un cruce el chófer de la guagua –que no hablaba ni una palabra de español– dijo algo, a la vez que señalaba a un punto en una plaza que quedaba unos metros más adelante. «Jeanne d’Arc, Jeanne d’Arc», repitió un par de veces, mientras mi padre –que era quien sabía francés– le preguntaba que qué decía. «Juana de Arco«, intuí yo, al ver la estatua, dorada como (casi) todas las estatuas de París, hacia la que señalaba y que se erguía en medio de la plaza de las Pirámides, entre el final de las Tullerías y el Museo del Louvre.

Desde entonces –al igual que ocurriría con el pilar número 13 del túnel del puente del Alma (contra el que perdió la vida Diana de Gales) para muchas de las madres (y de los padres) que nos acompañaron en ese y posteriores viajes a París, convertido en escala previa a Disneylandia; cada cual tiene sus inclinaciones–, la estatua de Juana de Arco se convirtió en uno de esos lugares que guardan un significado especial. Junto –pero ligeramente por detrás– de la Santa Capilla.
Ubicada en la Isla de la Cité, a tiro de piedra de una Notre Dame a la que no tiene nada que envidiar, la Sainte Capille es –en mi modesta opinión– uno de los monumentos imprescindibles de la capital francesa y que, sin embargo –al menos en aquellos años– es de los más desconocidos para el gran público. Aprovechando que tras la visita a Notre Dame había un buen lapso de tiempo hasta que el chófer que señalaba a Juana de Arco apareciera con su guagua a recogernos y que ese año, junto a él, viajaban otras dos maestras, mi padre decidió dejar al grupo con ellas en la plaza de la catedral y me pidió que lo acompañara un momento.
Desde la primera vez que estuvo en París –y eran ya unas cuantas– quería visitar la Santa Capilla, pero nunca había tenido la oportunidad. Hasta ese día. La necesidad de pasar un exhaustivo control de seguridad –la iglesia se ubica dentro del recinto del Palacio de Justicia de París– posiblemente retraiga a más de un visitante que antepone ahorrarse el esfuerzo de la espera a la belleza de lo que va a encontrarse tras los arcos de seguridad, pero también hace prácticamente inviable la visita cuando se viaja con más de cuarenta niños de 12 años y solo unos pocos padres para ayudar a controlarlos.
Tengo que confesar que la primera impresión, una vez superado el control y entrado en la capilla fue una enorme decepción
Tengo que confesar que la primera impresión, una vez superado el control y entrado en la capilla fue una enorme decepción. Un espacio bajo, oscuro y abarrotado, del que solo recuerdo una tienda de suvenires. Se trataba de la capilla baja, destinada originalmente al servicio del palacio y otra gente común, y cuya función era –y es– dar soporte a la capilla superior, la verdadera joya, tal y como pudimos comprobar nada más subir las escaleras para contemplar lo que para mí sigue siendo hoy en día, uno de los recuerdos más memorables que atesoro de mis tres visitas a París junto a mi padre y varias decenas sucesivas de chiquillos más o menos revoltosos.
Porque esa primera vez que acompañé a mi padre a París no solo descubrí esa luz que se convierte en fascinante gracias a los matices infinitos de los miles de colores de unas inmensas vidrieras que parecen elevarse hasta el cielo, sino porque lo descubrí a la vez que él. Y porque juntos experimentamos la emoción de esa primera vez. Y eso, al igual que el recuerdo de un chófer que no hablaba ni papa de español exclamando «Jeanne d’Arc, Jeanne d’Arc», son momentos que llevan años ya ligados a una memoria sentimental que, todavía hoy, despierta una mezcla de dolor, añoranza y satisfacción cuando regresa.
La calidad del libro es lo de menos. Lo que importa es lo que representan las tres palabras que le dan título. Juana de Arco. «Jeanne d’Arc, Jeanne d’Arc».
[La fotografía de la estatua de Juana de Arco pertenece al dominio público/Pxhere]

