Montando el belén
Hace tiempo que me di cuenta de que, por obra y gracia de los centros comerciales y grandes almacenes, las navidades cada año empiezan más pronto. En octubre, mientras disfrutamos aún de temperaturas casi veraniegas, los escaparates comienzan a llenarse de nieve artificial, los turrones reclaman un lugar en las estanterías de los hipermercados y las calles se pueblan de miles de bombillas de colores que, año tras año, son encendidas con mayor antelación.
Quizá sea esta anticipación consumista de las fiestas la que, poco a poco, ha conseguido que se vaya perdiendo ese espíritu navideño que, cuando éramos pequeños, convertían las actividades de adornar el árbol y montar el belén en auténticos acontecimientos que marcaban el inicio de una de las mejores épocas del año. Y eso que en mi casa los adornos siempre se colocaban cuando el 24 de diciembre estaba ya muy próximo.
Con el paso del tiempo, y a fuerza de escuchar desde octubre que ya estamos en Navidad, esa costumbre cambió tanto que, a pesar de que desde el domingo unas guirnaldas cuelgan en el frontis de la casa y un nacimiento adorna el salón, tengo la impresión de que se está haciendo algo tarde para montar el árbol.
Mientras pienso en esto, levanto la cabeza y veo, clavada en el corcho de mi habitación, una viñeta que publicó el genial Morgan hace un año –y que, incomprensiblemente, arrancó carcajadas a todos excepto a mi madre– y me siento tentado de, como hacía años atrás, preguntar si este año no vamos a hacer el belén.
Sin embargo, lo más probable es que apague el ordenador y empiece con el árbol.