En vías de desarrollo
Hacia finales de los años 80 del pasado siglo, todavía existía la E.G.B., cuando estudiamos las diferencias entre el primer y el tercer mundo y el profesor de Sociales nos preguntó en qué grupo encuadraríamos a España, ingenuo de mí, contesté que en el de los países en vías de desarrollo, ya que pensaba que aún le faltaba mucho camino por recorrer para situarse a la altura de sus desde hacía poco socios europeos.
El maestro, que, para más señas, diré que era mi padre, me respondió que no. Que España era un país desarrollado; un miembro de pleno derecho del selecto club del primer mundo, ya que los países en vías de desarrollo no eran otros que los subdesarrollados.
Mirando esta anécdota con perspectiva, creo que no me equivoco si digo que ese día aprendí dos importantes lecciones. La primera, salta a la vista, fue que a todos los efectos a finales de los 80, España era ya un país desarrollado que, al parecer, nada tenía que envidiar a Alemania, Francia o el Reino Unido, estados que, por otra parte, financiaban los fondos comunitarios con los que hasta hace más bien poco tiempo, intentábamos converger con el resto de los miembros de la UE.
La segunda lección, en cambio, fue algo más sutil y, probablemente, no fui consciente de ella hasta bastantes años después. No fue otra cosa que el descubrimiento de la enorme hipocresía que, en forma de correctismo político, imperaba (y sigue imperando) en una sociedad que prefiere llamar eufemísticamente «países en vía de desarrollo», como si estuviesen avanzando en algún sentido, a Estados que eran –son– subdesarrollados.
Una forma menos culpable, pero completamente alejada de la realidad, de denominar a ese tercer mundo (de nuevo una expresión políticamente incorrecta) que, explotado por los países más avanzados con la complicidad de sus corruptas castas gobernantes, ve, impotente, cómo las diferencias sociales aumentan cada día que pasa.
[Fotografía de ladyheart/Morguefile]