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Estado del bienestar

jueves, 17 febrero 2011

Escribía hace justo una semana, a través de una anécdota, acerca de la hipocresía de una sociedad que ha decidido llamar países en vías de desarrollo justamente a aquellos estados pobres a los que, con la brutal explotación de sus recursos y habitantes, impide cualquier tipo de progreso. Sin embargo, mi intención era reflexionar sobre cómo ha evolucionado España en las últimas tres décadas.

Banco de España / R. DuránPorque, si bien a finales de los años 80 del pasado siglo España no podía ser considerado un país en vías de desarrollo a los ojos de la definición políticamente correcta impuesta por los estados desarrollados, es evidente que con una democracia aún incipiente y recién incorporada a la CEE, España sí era un país en pleno desarrollo, que intentaba superar un lastre social y económico heredado de casi cuatro décadas de dictadura.

Durante los años siguientes a la adhesión de España a las entonces llamadas Comunidades Europeas, el 1 de enero de 1986, y gracias en gran medida a la ingente cantidad de fondos que recibió de ellas, a los avances sociales y a la bonanza económica iniciada en la segunda mitad de la década de los 90, España no sólo se situó al mismo nivel de desarrollo que sus socios europeos, sino que llegó a cumplir las exigencias impuestas por la Unión Europea para integrarse en la moneda única desde su nacimiento, algo impensable apenas unos pocos años antes.

Con una economía en expansión, apoyada fundamentalmente en la burbuja del ladrillo, los salarios aumentaron, el consumo se desató, a pesar de que los precios también subían, y el crédito vivió sus momentos de mayor gloria en los primeros años de este siglo XXI. Lo sé de primera mano. Yo estaba allí, trabajando para quienes los concedían. El país se había instalado en el anhelado estado del bienestar. Consumista, sí, pero del bienestar.

Sin embargo, en verano de 2007 estalló una crisis financiera en Estados Unidos que, muy pronto, se extendió por todo el mundo. Mientras unos se empeñaban en negar que las turbulencias mundiales afectarían a España y otros se afanaban en decir que no había forma de ver venir una crisis de esta magnitud –créanme, yo trabajaba para ellos y sí se veía venir–, la otrora pujante economía española, doblemente castigada por el estallido de la burbuja inmobiliaria, hacía aguas por todos los lados.

Casi cuatro años después, con una tasa de desempleo ampliamente superior al 20% de la población activa y un crecimiento prácticamente plano del Producto Interior Bruto, todavía solo estamos empezando a pagar los errores de una década de excesos.

Gobierno, economistas y empresarios se empeñan en repetirnos que nunca volveremos a vivir una época como los felices 90 y primeros 2000. Llega el momento de los sacrificios. A partir de ahora, tendremos que acostumbrarnos a varios años de escaso crecimiento, mucho paro y salarios bajos. Ya nunca nada será como antes.

Pero, si ya nunca nada será como antes, por qué los precios siguen en los mismos niveles (si no más altos) que antes de la crisis; por qué las empresas continúan empeñadas en aumentar sus beneficios cada vez más y, a ser posible, a los mismos ritmos (en muchos casos de dos dígitos) a los que se acostumbraron durante los años de bonanza; por qué estoy condenado, no ya a no poder comprarme una casa, sino a no poder pagar el alquiler de un piso decente de forma cómoda si no es compartiéndolo…

Al final, esa inevitable regresión en el estado del bienestar la pagará (ya la está pagando) el trabajador, que ve cómo va a tener que cotizar durante más años para poder cobrar una pensión más baja, mientras su relación laboral se precariza y pierde gran parte de su poder adquisitivo. En el feliz supuesto de que siga conservando su empleo, claro está.

Entretanto, para políticos de todo signo, sindicatos y empresarios, todo sigue igual, sin que nadie haya asumido ningún tipo de responsabilidad por su impagable contribución a la creación de la primera generación de españoles desde el final de la Guerra Civil que va a vivir peor que la de sus progenitores. Por tirar a la basura el futuro de la generación mejor preparada que jamás haya tenido este país.

Total, sus hijos no se van a ver afectados por esta situación. Porque, por triste que parezca, en el peor de los casos, para ellos todo sigue igual que antes. Para algunos la situación es, incluso, mejor.

[Fotografía de R. Duran/Flickr]

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  1. teniente d'hubert permalink
    viernes, 18 febrero 2011 9:21 am

    Ya lo dijo Lampedusa en EL GATOPARDO, » si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie»

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