Cuando no se trata de dinero
Esta cálida madrugada granadina no puedo –ni quiero– resistirme a escribir una de esas entradas que sé que no debería teclear, pero cuya publicación me sirve para liberarme de algunos de mis fantasmas interiores. Hace un par de horas, mientras contaba delante de una copa cómo un intento de motivación por parte de un antiguo jefe había me había llevado a reunir el valor suficiente para dejar el Banco y lanzarme a la aventura del periodismo, no pude evitar acordarme cómo esa decisión me ha perseguido en todas las entrevistas de trabajo que he tenido desde entones.
En prácticamente todos los procesos de selección que he pasado siempre he tenido que responder a la pregunta de por qué un día, de repente, se me ocurrió cambiar la vida segura del empleado de banca por la incertidumbre del periodista. Es algo que la gente no entiende, sobre todo cuando hacía algún tiempo que ocupaba un cargo intermedio remunerado con un buen sueldo, aunque no necesariamente bien pagado para la responsabilidad que conllevaba.
En todas y cada una de esas entrevistas he tenido que explicar que esa decisión no fue repentina, sino que era el resultado de una gran dosis de reflexión. Pero hasta ahora, nunca lo hice con tanta pasión como cuando me enfrentaba al comité de –creo recordar– seis personas que debía decidir si entraría en un programa de becas en la Agencia EFE.
Corría noviembre de 2007 y yo aún estaba en situación de excedencia voluntaria. Como en todas las entrevistas anteriores y posteriores, expliqué que el Periodismo –al igual que el Derecho– había sido mi vocación desde que era un niño. Que entré al Banco con un contrato de un mes que se fue prolongando hasta llegar a ser indefinido y que el trabajo me estimulaba hasta que me estanqué, sin posibilidades de que mi carrera profesional avanzara a corto plazo.
Estaba en un momento en el que necesitaba un cambio en mi vida. Sólo tenía dos opciones: o me hipotecaba o me lanzaba a la piscina y luchaba por mi sueño de ser periodista. Tan pronto como comprendí que no quería despertarme un día con cuarenta años y preguntarme qué habría pasado si lo hubiese intentado, tuve claro cuál iba a ser mi decisión.
En principio, se quedaron satisfechos con la respuesta y la entrevista continuó.
Llegado un momento, me preguntaron por el nivel de compromiso que tendría con la beca, algo lógico si tenemos en cuenta que el hecho de haber dejado un trabajo fijo, aunque fuese con una excedencia, es un arma de doble filo. En concreto, querían saber qué haría si llegado el mes de julio, con la carrera ya terminada, el medio donde había estado en prácticas durante el verano anterior –La Gaceta de los Negocios– me ofrecía un contrato.
En parte por ser políticamente correcto y en parte porque lo pensaba así, contesté que no creía que esa posibilidad tuviera visos de ser real, pero que dado que conocía someramente las condiciones que ofrecían a los redactores junior –y que no eran demasiado superiores a la beca de EFE–, la oportunidad de formarme que me daba la Agencia era mucho mejor que lo que me ofrecía esa hipotética oferta.
«Ya, pero estamos hablando de un contrato frente a una beca», replicó uno de los miembros del comité. «Es cierto», coincidí, «y si me dices que cuando termine la carrera vienen El País o El Mundo a ofrecerme un contrato, pues posiblemente sería tonto si dijera que no.»
El problema es que no me quedé satisfecho y seguí. «En cualquier caso, creo que al principio de esta conversación quedó claro que hablamos de vocación y no de dinero. Porque si fuera cuestión de dinero, seguiría trabajando en el Banco y pagando una hipoteca«. En ese momento se acabó la entrevista.
Después de más de veinte minutos contestando a un bombardeo constante de preguntas con la cabeza, en el último momento me había dejado arrastrar y había contestado con el estómago. Adiós beca. Salí de allí convencido de que no me seleccionarían. Pero me equivoqué y apenas dos meses después me incorporaba a la redacción de Nacional de EFE, donde pasé uno de los años más intensos, estimulantes y en los que más he aprendido de toda mi vida.
La segunda parte de la beca, mala suerte, no salió tan bien.
Hoy, casi cuatro años y medio después de aquella entrevista infernal, no me arrepiento de haberme dejado llevar y responder lo que me pedía el cuerpo. Del mismo modo, sigo sin arrepentirme de haber dejado el Banco. A pesar de ser una víctima más de esta terrible crisis económica, estoy convencido de que ese día en el que, al levantarme, me preguntaría qué habría pasado si hubiese tenido el valor de perseguir mi sueño ya habría llegado.
Y jamás me lo habría perdonado.
[Fotografía de Cohdra/Morguefile]
Aquí te escribe una canaria en Madrid, por cierto de origen aruquense por parte de padre, y que lleva leyendo agazapada más de año y medio.
Qué curioso, tú y yo hemos tenido un recorrido parecido pero inverso: yo primero estudié Periodismo y luego me pasé a otra cosa.
Con la que está cayendo y la que va a caer creo que posiblemente en unos meses a lo mejor serías una víctima de la crisis bancaria que comienza a enseñar la patita y no habrías intentado cumplir tu sueño. La vida da muchas vueltas, pienso que seguramente lo que hiciste era y es lo correcto. Ánimo de otra víctima más, y van millones ;-).
Gracias por tus palabras, @M. Y no te preocupes, que de ánimos estoy a tope, solo que a veces conviene pararse a recordar esos momentos que nos hacen ser como somos. 😉