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La chica del 4ºC

–La consulta está en el 4ºC. Por favor, no tardes.

Eso era todo lo que le había dicho su mujer cuando le telefoneó para pedirle que fuera a recogerla porque se encontraba mareada por culpa de la anestesia –acababa de hacerse un empaste– y no se sentía capaz de regresar a casa, sola, en el metro.

El dentista, uno de los pocos con consulta abierta en agosto, tenía el despacho en la esquina de la calle Campoamor con Génova, muy cerca de la plaza de Alonso Martínez. El edificio, de piedra gris con balcones de hierro forjado y altas ventanas acristaladas de madera blanca, le recordó a otro de la cercana calle Fuencarral, casi al lado de la glorieta de Bilbao. Aquel en el que había vivido sus únicos años felices.

Aunque ya llevaba más de seis meses en Madrid, el mismo tiempo que hacía que ocupaba un importante puesto ejecutivo en una consultora norteamericana, apenas había pasado por el barrio de su infancia. Ahora que trabajaba en una de las torres de Azca, la vida se le iba entre su despacho del paseo de la Castellana y un exclusivo ático en el barrio de Salamanca.

Regresar a Madrid, veinte años después, había supuesto el reencuentro con una vida suspendida desde aquel fatídico mediodía, recién cumplidos los quince años, en el que el mundo se derrumbó a su alrededor, arrastrando su inocencia entre los escombros.

Sin embargo, eso no lo supo hasta que entró en un edificio de la calle Campoamor, tan parecido a otro de la calle Fuencarral que, si no fuera porque el cuarto de la portería estaba a la derecha en lugar de a la izquierda, habría jurado que se trataba del mismo.

El asfixiante calor de la tarde cedió al frescor del vestíbulo, igual al de aquel en el que tantas veces se había refugiado para recobrar el aliento antes de subir a casa, tras haber corrido junto a sus amigos desde la Gran Vía bajo un sol de justicia. Cruzó el corto pasillo y llamó al ascensor. El familiar repiqueteo de los contrapesos en el hueco de la escalera le indicó que el aparato ya descendía, hasta que se detuvo con un ruido sordo. La puerta se abrió y se hizo a un lado para dejar salir a una señora y su nieta, una chica de largo pelo rubio recogido en una cola e intensos ojos azules que, por un instante, le hizo creer que había retrocedido dos décadas en el tiempo y se trataba de ella.

Su turbación fue tal que, una vez dentro del ascensor, en lugar de pulsar el botón del cuarto piso, estuvo a punto de apretar el del sexto, su planta en aquel otro viejo edificio de la calle Fuencarral.

Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, pero seguía recordando cada detalle de su corta e intensa relación. La primera vez que la vio, también salía del ascensor. Acababa de mudarse a casa de sus abuelos, el 4ºC, ya que sus padres habían conseguido trabajo en un hotel de la costa levantina. Debían de tener más o menos la misma edad, aunque su melena dorada –que solía llevar recogida en una larga cola–, la picardía de sus ojos, tan azules como el cielo de la sierra en un día sin nubes, y las formas de mujer a las que su cuerpo de niña empezaba a dar paso, hacían que pareciera un par de años mayor.

Desde que se conocieron, congeniaron muy bien. Llevada de su mano, muy pronto se integró en la pandilla. Poco importaba que fuera la única chica, porque, a pesar de su innegable condición femenina, era la primera en proponer y encabezar las mayores gamberradas que se les podían ocurrir a una docena de niños de catorce años.

Quizá fue precisamente esa mezcla de coquetería femenina y espontaneidad infantil, inconscientemente desplegada en íntimas conversaciones mientras volvían, los dos solos, al viejo edificio de la calle Fuencarral después de sus correrías en la plaza del Dos de Mayo o ver alguna película en la sesión de tarde de los Cines Callao, la que hizo que se enamorara, calladamente, por primera vez en su vida.

Ante ella se sentía igual que un pobre mortal al que hubiesen permitido contemplar de cerca a la diosa Afrodita sin merecer de ella más que una simple mirada condescendiente. Durante mucho tiempo se sintió satisfecho sólo con ser su amigo y estar a su lado. Probablemente, nunca habría logrado reunir el valor suficiente para confesarle sus verdaderos sentimientos si un asfixiante mediodía del mes de agosto, al volver de hacer unos recados, no se la hubiese encontrado en el frescor del vestíbulo, cargada con una bolsa de viaje, a punto de salir hacia Benidorm para pasar quince días de vacaciones junto a sus padres.

Vestida con aquel traje estampado de flores rojas y amarillas que apenas cubría la mitad de sus muslos, era un ser irresistible. En un arrebato, casi sin pensar y aunque le costó encontrar las palabras, consiguió soltar de un tirón todo lo que sentía por ella. Todo lo que había sentido desde el momento en que la conoció, apenas once meses atrás.

Mientras hablaba, notó cómo ella iba bajando la vista, mientras entrelazaba coquetamente sus dedos y un ligero rubor se asomaba a sus mejillas. Terminó de hablar. Ella seguía mirándose las manos. Cuando empezaba a arrepentirse de la estupidez que acababa de cometer y sus ojos comenzaban a brillar, cercanos a las lágrimas, la chica levantó la cabeza, lo miró a la cara y compuso una radiante sonrisa.

–Ya pensaba que jamás me lo pedirías –dijo mientras le dedicaba una mirada pícara y acercaba su cara a la de él.

En el momento en que sus labios se rozaron y sintió su tibia piel rodeando su espalda, notó cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba y deseó quedarse a vivir para siempre en ese instante.

Sin embargo, el ruido del ascensor rompió la magia. Rápidamente separaron sus cuerpos y lograron recobrar la compostura instantes antes de que el abuelo de la chica apareciera por el hueco de la puerta recién abierta.

Los acompañó hasta el coche, donde se despidió de la que ya era su primera novia, esta vez con un casto beso en la mejilla.

–Te estaré esperando en la puerta –acertó a decir mientras el destartalado coche del abuelo se alejaba calle Fuencarral abajo, mientras pensaba en que esas iban a ser las dos semanas más largas de su vida.

Apenas perdió el coche de vista, subió corriendo los seis pisos por las escaleras, presa de la excitación y rebosante de felicidad. Deseaba con todas sus fuerzas que esa sensación nunca acabase. Al entrar en su casa, con el corazón desbocado, en parte por la emoción y en parte por el esfuerzo, se encontró a su abuela llorando desconsoladamente. Su abuelo se acercó a él y lo abrazó, mientras le decía algo de que sus padres habían sufrido un accidente de tráfico esa mañana y habían muerto.

Los siguientes días –el entierro, las condolencias, la despedida de los amigos, la mudanza…– quedaron borrosos en su memoria. Cuando quiso darse cuenta, habían pasado casi dos semanas y estaba en Lugo, en casa de los abuelos, donde ya nada fue igual.

Al cumplir dieciocho años, vendieron el piso de la calle Fuencarral. Con el dinero se pagó la universidad y un máster en Estados Unidos. A ella, nunca la volvió a ver.

Una pequeña sacudida y el ruido sordo del ascensor al pararse, lo devolvieron a la realidad. Al acercarse al 4ºC, vio a su mujer esperándolo junto a la puerta y lamentó que no fuera ella.

R.J.R.
Arucas, 27 de abril de 2009.
Revisión del 26 de mayo de 2009.