Pozos literarios, pozos reales
Ayer, mientras el tren me acercaba a casa después de otra jornada laboral en un Madrid de atmósfera infernal, llegué hasta el pasaje de la última novela de Almudena Grandes que llevaba esperando -y, a la vez, temiendo- desde que comencé a leer el libro:
«-Como mi abuelo no era un judío polaco, sino un rojo español, no tuvo la suerte de que los nazis lo gasearan.
Adolfo Cerezo, al que Angélica nos había presentado aquella misma noche, pronunció esta frase en el salón de mi casa, con una copa en la mano y una expresión de serenidad absoluta, casi sonriente, pintada en la cara.
Luego, mientras Mai, que había sido la más interesada en organizar aquella cena, buscaba una caja de bombones, los traía, volvía a la cocina a por más hielo, iba a ver si Miguel estaba bien, abría los balcones para que entrara el aire y le enseñaba a mi hermana un vestido que se acababa de comprar, me contó que la familia de su madre era de un pueblo de Gran Canaria que se llama Arucas.
-Allí no hubo guerra -añadió, con el mismo acento amable y despreocupado en apariencia-. Los rebeldes trasladaron a las islas todo el ejército de África y no hubo manera de resistir, ni revolución, ni armas para el pueblo, ni curas fusilados, ni monjas violadas, ni desórdenes ni pretextos, ni propaganda, nada de nada. Arucas fue el pueblo que más tardó en rendirse, y aguantaron un día y medio. Pero tú no sabrás nada de eso, claro…
-Pues no -reconocí-. Y eso que el nombre me suena.
-Sí, es un pueblo grande, importante. A lo mejor, por eso los falangistas pensaron que gastar balas iba a ser un despilfarro. Así que cogieron a mi abuelo y a otros sesenta y tantos republicanos de por allí, los tiraron a un pozo y les echaron cal viva por encima, tampoco demasiada, la justa para que los de arriba no pudieran salir, se conoce que estaban por ahorrar… -e hizo una pausa antes de explicar el sentido de su declaración inicial-. En Auschwitz fueron más compasivos, porque a los de Arucas les costó mucho trabajo morirse, ¿sabes?, casi una semana. Y como lloraban y se quejaban, y la cal resplandecía por las noches, la gente del pueblo empezó a llamar a aquel sitio el pozo de los gritos de las brujas, porque lo que pasaba allí parecía cosa de brujería. Eso decían, y seguían durmiendo de un tirón. Por eso mi abuela se vino a la península, porque no podía escuchar ese nombre, porque era superior a sus fuerzas. Y nunca volvió. Mi madre se fue de su pueblo con siete años y tampoco ha vuelto. Y eso que es un sitio bonito, ¿eh?, eso es casi lo peor, lo bonito que es Arucas…
-Porque tú sí has ido -supuse en voz alta, y él asintió con la cabeza.
-Varias veces. Y he estado en el pozo, y lo he visto, y he llevado flores y siempre había flores, unas secas, otras frescas, todas amontonadas encima de la tapa.
-Qué horror -comenté al final-, qué historia tan espantosa.
-Sí -Adolfo estaba de acuerdo-, es espantosa -y volvió a sonreír.»
Estos párrafos, que pueden leerse entre las páginas 391y 392 de El corazón helado, recrean parte de lo que ocurrió en Arucas, mi ciudad natal, en marzo de 1937. Se trata, por tanto, de una narración ficticia. Alrededor de una página en una novela de más de novecientas.
Sin embargo, la realidad dice que en ese municipio puede haber hasta cuatro de estos pozos, de los que muchos de sus poco más de treinta y cinco mil habitantes desconocen -desconocemos- qué historias esconden. Otros, simplemente, ignoran su existencia.
Hace una semana, han empezado a excavar el primero.
Unos hechos similares ocurrieron también en la Sima de Jinámar.
http://usuarios.lycos.es/lasima/lasima.htm
Ruymán,
gracias por reproducirlo aquí también. Es importante que a pesar de que se empeñen en que se pase página y «pelillos a la mar», se pase de verdad página haciendo justicia. Un saludo desde Santander. P.D: hace rebueno 😉
Desde hoy, nuevo bien de interés cultural en Arucas:
Haz clic para acceder a 00094-00100.pdf