Banalidad electoral
Siempre he defendido el derecho al voto, ese sufragio universal que consagra el artículo 23 de la Constitución española de 1978, como un auténtico deber. Poder expresar su voluntad, hacer oír su voz, a través de las urnas es uno de los derechos más importantes que posee el ser humano que tiene la suerte de vivir en el menos malo de los sistemas políticos, la democracia. Y, como tal, tiene que ser ejercido.
Por eso, frente a quienes consideran que no votar es una forma de expresar su descontento con la clase política que, en general, nos ha tocado sufrir –actitud que respeto, pero que no comparto en absoluto–, siempre he sostenido que es mucho mejor votar en blanco. No acudir a las urnas puede estar motivado por diversos motivos, que abarcan desde el simple desinterés por la política hasta ese pretendido castigo, pero el político nunca entenderá esa abstención como un toque de atención a su gestión.
El mensaje del voto en blanco, en cambio, sí debería ser entendido de esa manera, ya que indica que los ciudadanos tienen interés en la política, pero ninguna de las propuestas entre las que pueden elegir les satisface. Seguro que si ese casi 55% de abstención que se dio ayer en España lo hubiese sido de voto en blanco, el pánico habría sido la sensación general que se habría vivido hoy en las sedes de los principales partidos españoles.
Desde que cumplí la mayoría de edad, hace trece años y algunos meses, he tenido la oportunidad de participar a diez citas electorales –cuatro generales, tres locales y autonómicas, tres europeas (aunque la de 1999 coincidió con las locales) y el referéndum sobre el fallido tratado constitucional de la Unión Europea–. En dos comicios –coincidiendo con mi estancia en Madrid– cumplí con mi deber mediante el sufragio por correo y sólo en una ocasión –las Elecciones al Parlamento Europeo de 2004– no he acudido a la cita con las urnas.
Pero tenía una buena excusa. El día señalado como jornada electoral me encontraba, por primera vez en mi vida, con París.
Recordaba todo esto ayer, no sé por qué, cuando, dentro de la cabina y en frente de un maremágnum de papeletas, afontaba las dudas de última hora sobre el sentido de mi voto. Lo que sí sé es que, en contra de todos mis principios, en ese momento no me habría importado faltar por segunda vez a una cita electoral con tal de estar en París.
Igual que cinco años atrás.
[Fotografía de ·júbilo·haku·/Flickr]