Torrijas

Ando un poco rascado en esta mañana de sábado laborable y laboral, a cuenta de uno de los postres que servían ayer en el comedor del periódico y que no pude disfrutar. Resulta que esta semana he estado algo fastidiado del estómago, por lo que, después de dos días de dieta blanda y aún en fase de recuperación, no era cuestión de arriesgarme, por muy buena pinta que tuvieran las torrijas que, desde el mostrador, me llamaban como las sirenas a Ulises.

Torrijas

Lo más gracioso de todo es que nunca fui muy amante de este dulce típico de las fechas previas a Semana Santa, hasta que, hace un par de años y coincidiendo con mi primera etapa en Madrid, me acostumbré a tomarlo en la cafetería de la Agencia, donde las servían con bastante frecuencia y, a pesar de no ser excesivamente buenas, tenían bastante aceptación. Las que vendieron sólo durante la Semana Santa en el supermercado que tenía debajo de casa, en cambio, sí estaban mucho mejor. Así que me aficioné.

El caso es que, después de llevar toda la Cuaresma esperando para localizar algún lugar donde poder comprar unas torrijas decentes –sobre todo porque ando algo escaso de tiempo como para prepararlas yo mismo–, justo cuando se aproxima el momento crucial, algo que comí me regala una noche horribilis y me deja fuera de combate durante tres días. Y, de hecho, me había olvidado de ellas hasta que, ayer, mientras me resignaba a comerme unas verduritas y una tortillita de atún, las encontré, mirándome tentadoras, en uno de los mostradores del comedor.

Con la esperanza de que el lunes, jornada en la que ya habré vuelto a normalidad gastronómica, sigan ocupando el mismo lugar en el lineal de postres, deseo con todas mis fuerzas que no estuviesen tan buenas como proclamaban mis compañeros mientras yo, triste de mí, tenía que conformarme con un triste y ordinario yogur.

[Fotografía de Tamorlan/Wikipedia]