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El rey del mundo

miércoles, 5 mayo 2010
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A estas alturas de la película de mi vida no voy a negar que siempre he sentido cierta fascinación por el paisaje nocturno de las grandes ciudades. De hecho, hace tiempo ya comenté el efecto hipnótico que ejercen sobre mí las imágenes de las luces urbanas grabadas desde un vehículo en movimiento.

Hace unos días salí del trabajo algo más tarde de lo habitual. Tampoco fue mucho, quizá sólo media hora, pero sí lo suficiente como para que el transporte público hubiese reducido su frecuencia de paso y me tocase esperar un poco para coger una guagua abarrotada. Gracias a esa casualidad, acabé de pie, agarrado a una barra colocada junto al parabrisas delantero del vehículo, contemplando al pasar las luminosas avenidas de Madrid.

No era la primera vez que me tocaba ir de pie en una guagua y, por supuesto, tampoco la primera vez que lo hacía de noche, pero había algo en el ambiente que lo hacía especial. No sé si se trataba de mi estado de ánimo –que aquella noche, después de una jornada bastante intensa y productiva, era especialmente optimista–; de la extraña perspectiva que se tiene al ir de pie y pegado al cristal delantero de un vehículo del que no sobresale morro alguno y, por tanto, te hace sentirte punta de lanza; o de la suma de ambos factores, pero en esos momentos, viendo las luces correr ante mí, sentía cómo la euforia iba invadiendo todo mi cuerpo.

Aunque nunca me gustó demasiado esa película, por un momento pensé que quizá esa era la clase de emoción que sintió el personaje de Leonardo di Caprio cuando, encaramado a la proa del Titanic, se proclamaba el rey del mundo.

Quizá por ello, esa noche, al volver a casa algo más tarde de lo habitual, algo tan simple como viajar de pie, pegado al parabrisas de una guagua atestada de gente, mientras veía correr las luces de un Madrid nocturno y enigmático, me hizo pensar que sólo necesitaba notar el aire azotando mi cara para sentir que en aquel preciso instante, agarrado a una simple barra que me separaba de un simple cristal, podía perfectamente ser el rey del mundo.

James Cameron, Titanic, 1997.

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2 comentarios leave one →
  1. jueves, 6 mayo 2010 11:42 pm

    Ah, amigo: esos segundos de plenitud en los que todo tiene sentido y en donde los latidos de tiempo duran el doble. Tu post me ha recordado a la canción que le dedica Alicia Keys a Nueva York. Dice que allí las luces te inspiran y las calles te hacen sentir como nuevo…

    Un fuerte abrazo

  2. viernes, 7 mayo 2010 3:44 pm

    Pues sí, Juan Pedro, se trata precisamente de eso. Y de lo que nos encantaría quedarnos a vivir en esos instantes.

    Un fuerte abrazo también para ti.

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