La ventana indiscreta
Llevo varias madrugadas escuchando cómo desde la calle se cuelan en mi dormitorio sonidos de conversaciones ruidosas, a través de la ventana abierta. En el duermevela en que me encontraba no acertaba a identificar el lugar del que procedían, aunque estaba seguro de que no venían de la acera. Anoche, en medio del calor que, de nuevo, envolvía la madrugada madrileña, y fruto de la más absoluta de las casualidades, encontré la respuesta al misterio.
En un momento en el que la intensidad de esa conversación que, además, no era capaz de entender –hablaban en italiano, aunque eso lo descubrí un poco más tarde–, me desvelo más que de costumbre, decidí levantarme a tomar un vaso de agua. La ventana de la cocina del piso en el que vivo desde hace algo más de mes da hacia la parte trasera del típico hotel urbano de cuatro estrellas de la típica cadena de hoteles urbanos. Anoche, supongo que por el calor que hacía, olvidé bajar la persiana antes de acostarme.
Cuando, después de beber agua, me acerqué a bajarla, descubrí que las voces y las risas que aparentemente venían de la calle, salían de la primera ventana del segundo piso del hotel, abierta de par en par y desde la que un grupo de italianos –e italiana– posadolescentes bebían y fumaban algo más que tabaco. Cerré la persiana, salí de la cocina, apagué la luz y me volví a la cama.
Sin embargo, mientras trataba de volver a conciliar el sueño no pude dejar de pensar en el potencial que podría ofrecer la ventana de mi cocina para quien, apostado tras las ranuras de la persiana y protegido por una total oscuridad en el interior de la casa, se dedicara a espiar a los huéspedes del hotel.
Quizá si uno tuviera alma de voyeur –aunque en el fondo un periodista siempre tiene algo de alma de voyeur– y demasiado tiempo libre, podría pasarse las horas muertas emulando a James Stewart en La ventana indiscreta, observando las idas y venidas de los siempre provisionales inquilinos de esas habitaciones.
Siempre he pensado que mucha gente, cuando está fuera de casa, en una ciudad ajena, en un lugar que no conoce y en el que prácticamente –por no decir absolutamente– nadie la conoce, tiende a desinhibirse de una u otra manera; a no pensar tanto en el qué dirán y, por tanto, a actuar de una forma distinta a como lo hace en su lugar de residencia habitual. Y, casi con total seguridad, la habitación del hotel es el sitio donde esa transformación alcanza su mayor intensidad.
Posiblemente, en el momento en el que me acerqué a cerrar la persiana, fugazmente fui testigo, en esos italianos que bebían, fumaban y no paraban de reír, de uno de esos momentos de mutación de la personalidad. Cualquier otro día que me acerque a abrir la ventana, que vaya a sacar algo del armario que está en ese extremo de la cocina o, simplemente, me asome a ver cómo ha amanecido el cielo, volveré a ser testigo involuntario de otro de esos instantes en los que alguien no es uno mismo o, quizá, lo es más que nunca.
Cuando me pase –que me pasará–, no me recrearé en la visión. Preferiré dejar intacta la anónima intimidad de esa persona. A cambio, inventaré las historias de un personaje que, un buen día en que se encontraba alojado en el típico hotel urbano de cuatro estrellas de la típica cadena de hoteles urbanos de una ciudad que no era la suya, decidió comportarse como nunca se había comportado, a pesar de que lo llevaba deseando toda su vida.