Volando sobre el Nublo
Tras algo más de dos horas de tranquilo vuelo, amenizado con la lectura y mi fiel reproductor de MP3, que me permite aislarme de la discusión de las niñas peninsulares de la fila de atrás, acerca de cuál de las dos tardará menos en salir corriendo del avión para meterse en ¡la piscina!, noto que empezamos a descender. Gran Canaria se acerca.
Miro por la ventanilla, mientras me pregunto cuánto quedará para pisar mi tierra, siempre añorada, y, entonces, lo veo. Abajo, sobre un manto de nubes de blanco algodón, destaca una silueta inconfundible: el Roque Nublo. Si me dejo resbalar en mi asiento, adivino, a su espalda, la silueta del Teide. No puedo evitar que una sonrisa de orgullo y satisfacción se asome a mi cara. Satisfacción por estar a punto de llegar, aunque sólo sea por una semana, a casa. Orgullo por haber sido capaz de intuir el momento único en que el sol de la mañana ilumina las cumbres de mi Isla, permitiéndome una visión que hasta ahora nunca había conocido. Tan sólo lamento haber dejado la bolsa en la que llevo mi inseparable cámara digital en el compartimento del equipaje de mano.
El avión, consciente del mágico momento, reduce su marcha para permitirme regodearme un instante más en la visión. Luego, irremediablemente, el Nublo desaparece tras el ala derecha del MD-83 que me acerca a casa. A lo lejos, pasada ya la cumbre, se puede divisar la costa de Maspalomas, con el Faro en la punta.
Llegados a este punto, la maniobra de aterrizaje ya ha sido anunciada y la luz que señala la obligatoriedad de abrocharse al sillón luce en todo su esplendor. Sin embargo, el tráfico en esta mañana de domingo es abundante, lo que obliga a seguir hacia el sur, por debajo del paralelo 28, antes de virar e iniciar la maniobra de aproximación.
La altura a la que volamos es lo suficientemente baja como para poder apreciar sin esfuerzo las crestas de espuma que el viento levanta en la superficie del mar y que el sol, aún bajo, salpica de reflejos plateados y dorados. En ese preciso instante siento la necesidad de soltarme el cinturón, despresurizar la cabina y lanzarme al fresco y añorado Atlántico que tanto marca a un isleño, aunque no se sea consciente de ello.
Otra vez rebasamos Maspalomas, aunque ahora en sentido contrario. El suelo cada vez está más cerca y la sensación de respirar un aire distinto, más limpio, más cálido, más puro, más mío… es más evidente. La pista ya se desliza vertiginosamente bajo el tren de aterrizaje del avión. Y justo en el preciso instante en que roza el suelo, me ratifico en la idea de que ha merecido la pena levantarse a las cinco sólo por pasar un par de horas más en casa, en Gran Canaria.