Crónica (tardía) en tres partes de un día en Fitur
A los canarios siempre nos han vendido Fitur como la madre de todas las ferias turísticas a las que acude una representación de las Islas, por encima incluso de la ITB de Berlín o el World Travel Market de Londres. Cada año el Gobierno regional se gasta un dineral en plantarse en Madrid y construir un stand que deja con la boca abierta a todo el que se acerca por allí, de forma que se ve necesariamente impelido a visitar Canarias. Pues, sinceramente, nunca creí que fuera así.
Por ello, el pasado sábado 23 de enero decidí plantarme en la Feria de Madrid y pasar un día en Fitur para comprobar en mis propias carnes si eso era realmente así. Mi primera parada, obligada, era el pabellón de Canarias que, como no podía ser de otra forma, se encontraba lleno de visitantes… como los del resto de las comunidades españolas y unos cuantos países extranjeros.

Stand de las Islas Canarias en Fitur 2010.
No obstante, hay que reconocer que el diseño, bastante minimalista y en el que las grandes fotografías de diferentes paisajes de las islas contrastaban con el blanco dominante, causaba una gran impresión. Como también lo hacía el atravesar el túnel sensorial que reproducía la experiencia de pasear en la naturaleza, cruzar a través de una cascada o andar bajo el océano.
Además, durante toda la tarde, numerosas actuaciones, demostraciones y concursos se encargaron de animar a los muchos visitantes que hacían una larga cola para tomar un batido de frutas tropicales recién hecho o fotografiarse con el oso de No winter blues, se informaban de la oferta turística de cualquiera de las islas o, simplemente paseaban por el stand y charlaban con el personal desplazado por la Consejería de Turismo o los voluntarios que pululaban por allí.
España, turística; extranjero, comercial
La feria, básicamente, se divide en dos espacios, tanto físicos como temporales. En la distribución del espacio, los expositores españoles –tanto institucionales como privados– se reparten una serie de pabellones conectados entre sí, a un lado de un bulevar central. En el lado opuesto, y ocupando una superficie similar, se encuentran los pabellones destinados a los expositores extranjeros. En lo que se refiere al tiempo, mientras los primeros días de Fitur son –o deberían ser– sólo para el público profesional, el fin de semana es de acceso libre para el público general. Y eso, en ambos casos, se nota.
Porque, mientras el diseño de los diferentes pabellones españoles es, en general, espectacular –el de Benidorm, por ejemplo, estaba fabricado con colchonetas de playa que, luego, repartían a una interminable cola de visitantes, y en el de La Rioja se podía atravesar un impresionante pasillo de botellas de vino– en la mayoría de los de países y empresas foráneas primaba la funcionalidad: una zona de recepción, más o menos decorada, en la que dar folletos e información al público y otra, generalmente más amplia, de mesas y sillas destinada a los contactos profesionales y que, por tanto, el sábado se encontraban desiertas.
Sin embargo, eso no quiere decir que los expositores extranjeros no vendan sus países como destino turístico al visitante de a pie, sino que ése no es su objetivo principal. En esos pabellones había también actuaciones –folklore en los países de Sudamérica; salsa en los pabellones del Caribe o danzas típicas y chupitos de vodka en el de Polonia–, además de otros curiosos incentivos, como una geisha en el de Japón o el mismísimo Mr. Bean en el de Londres.
Síndrome de Diógenes
Ahora bien, lo que verdaderamente llama la atención del observador es la actitud que puede apreciarse en el visitante prototipo de Fitur. Porque, a pesar de lo mucho que hay que ver y de las aglomeraciones que se forman, a muchas de las personas que visitan la feria no les importa perder media hora en una cola. Aunque no sepan lo que entregan al final. Da igual que sea una botellita de aceite de oliva virgen de Jaén, una colchoneta de playa con la publicidad de Benidorm, una copa de vino fino o una cucharada de miel de La Alcarria.
Otra de las estampas habituales de este tipo de eventos –pero Fitur es su ejemplo extremo– es la de una persona cargada con cuatro o cinco bolsas rebosantes de folletos, pósters y demás parafernalia publicitaria. Es más, hay quienes llevan una o incluso dos maletas para hacer acopio de información de lugares a muchos de los cuales, probablemente, nunca viajarán. Se trata de recoger por recoger, a ver si cae algo interesante. Como señalaba antes, da igual la cola que haya que hacer, las actuaciones que se estén perdiendo o los pabellones que están dejando de conocer por estar ahí esperando. Que el material que reciben sea interesante es lo de menos. Lo de más es que se lo den. Por suerte, el contendor azul, el del papel, al igual que éste, lo aguanta todo.
En honor a la verdad, tengo que decir que, a pesar de ese sabor agridulce que me dejó, yo también me volví a casa con un modesto –muy modesto, a juzgar por cómo iban de cargadas muchas de las personas que salían del recinto de Ifema– botín. Entre las cosas que me traje, además de un par de postales de Canarias para mi muro de la nostalgia, unos marcapáginas para la colección y una botellita de aceite que conseguí sin hacer cola, tengo que confesar que está la colchoneta de Benidorm.
Aún no sé qué voy a hacer con ella en Madrid, donde, como es bien sabido, no hay playa.
Pueden ver algunas de las fotos que saqué en Fitur en este álbum de Flickr: