Derretido
Cuando las circunstancias de la vida me obligaron, de nuevo, a abandonar Madrid, pensé que este retorno de duración indefinida tenía, además de la ventaja de seguir trabajando en un medio, pero cerca de la familia y de los amigos de toda la vida, la de, llegado el momento, no tener que sufrir los rigores del siempre duro verano laboral en Madrid. Pues bien, todo indica que me equivocaba.
Porque, apenas inaugurada la estación estival de forma oficial, Canarias ya vivía la primera alerta por altas temperaturas que, como no, llegaban acompañadas de una drástica caída en la humedad relativa –lo que aún no sé si es bueno– y el siempre desagradable polvo en suspensión, nuestra nunca nada querida calima que hace que mi coche necesite ser lavado apenas un par de días después de haberlo hecho.
Aunque ayer las temperaturas parecieron dar una leve tregua, hoy volvieron a subir y la predicción dice que mañana rebasaremos de nuevo los 30 grados. Lo malo de este calor, que por momentos me impide pensar con claridad, es que me obliga –por mera incapacidad de concentración– a mantenerme alejado del teclado del ordenador, es que casi he malgastado gran parte de mis días libres de esta semana sin apenas haber escrito una línea de la novela y –hasta ahora– sin haber soltado un mísero desvarío en este blog y, encima, sin haber ido a la playa.
Mientras pienso en que en apenas 24 horas comienzo un nuevo ciclo de diez (u once) días que me llevará a recorrer unos cuantos lugares de las tórridas calles de Las Palmas de Gran Canaria en busca de informaciones que tendré que transformar en el horno en que cada tarde se convierten las oficinas en las que se encuentra la delegación, el único consuelo que me queda es que mi coche, ahora sí, tiene aire acondicionado. Quizá, lo único que estos días haya conseguido que no se me derrita el cerebro.
Que no se me derrita del todo, quiero decir.
Sesame Street, ¡Hace calor! (It Sure is Hot!), 1988