Noche infernal
Regreso a casa tras pasar una agradable velada, tres veces pospuesta, con unos viejos amigos. Al salir del metro una bofetada de aire cálido y húmedo, diría que bochornoso, me recibe. Gruesas gotas caen irregulares y dispersas de amenazantes –supongo– nubarrones que encapotan el negro cielo.
Mientras recorro las tres escasas manzanas que separa la boca del metro de mi portal, el viento forma remolinos de hojas y pétalos a mi alredor. A pesar de que el reloj apenas ha superado la medianoche, las calles desiertas me provocan un desasosiego creciente que me impulsa a correr hacia casa. La carga eléctrica se palpa en el ambiente, pero la tormenta no se decide a estallar.
Cada vez más nervioso, doblo la última esquina, Un coche de la Policía Municipal en ronda nocturna gira en dirección opuesta a la mía, ajeno al vagabundo que hurga en los contenedores de basura. Con alivio, abro la puerta de mi edificio, cuyo vestíbulo me saluda con su frescor habitual.
Subo hasta mi piso, donde, una vez más, recibo el abrazo del calor que anuncia la inminente llegada del verano. Abro la ventana del dormitorio. Nada. El viento que hace unos instantes se empeñaba en cegarme con las hojas y la tierra que arrastraba en sus remolinos parece haberse esfumado por arte de magia.
El sudor pega la fina camiseta a mi cuerpo, el bochorno se hace aún más presente y las nubes deciden que no merece la pena aliviar mi sufrimiento descargando sobre mi calle. Resignado, asumo que tras esta noche infernal no me quedará más remedio que vivir otra madrugada en el infierno.