Sensaciones caloríficas
Madrid. Sábado. Ocho y media de la tarde. Emerjo de la boca del metro y compruebo que el sol comienza a ocultarse. Sin embargo, el calor que, tras una semana de tregua, lleva de nuevo un par de días acompañándonos se niega a remitir. Avanzo por la acera y noto cómo una especie de vaho invisible, cálido y pegajoso me sube por las piernas y se adhiere a mi piel.
Cuando tengo que cruzar la calle es peor: no sé cómo, pero ese mismo calor logra atravesar la goma de la suela de las playeras, amenazando con fundirlas con el asfalto, llevándose mis pies con ellas. Por suerte, mi destino está cerca. Sólo un par de minutos andando y llego al portal. Abro la puerta y me recibe una gran bocanada de aire fresco que se caldea a medida que voy avanzando por la escalera.
En el tercero, el frescor de la planta baja es un mero recuerdo. Abro la puerta de mi piso y el calor me recibe con una bofetada. Casi corriendo, abro la puerta del balcón y la indiscreta ventana de la cocina, ésa que da hacia el típico hotel urbano de cuatro estrellas de la típica cadena de hoteles urbanos de cuatro estrellas. Al fin, noto que el calor se mueve. Sin embargo, soy incapaz de distinguir si entra, sale, o, simplemente, se dedica a dar vueltas por las distintas habitaciones del piso.
Por un momento siento el deseo de agarrar el colchón y trasladar mi dormitorio al portal. Si he de ser sincero, aún no encuentro una buena razón para no hacerlo.
[Fotografía de clarita/Morguefile]