Con la lección aprendida
Después de tres días en los que mi vida ha girado casi única y exclusivamente en torno al caos aeroportuario en el que ha vivido este país desde un poco después de las cinco de la tarde del pasado viernes, y cuyas consecuencias aún se prolongarán durante unas cuantas jornadas más, salgo agotado de la redacción, para, de repente, darme cuenta de que los controladores me han robado mi fin de semana.
El termómetro de la marquesina marca cuatro grados, pero no me planteo, siquiera un segundo, quedarme a esperar que pase la siguiente guagua. Son casi las diez y media de la noche de un domingo cualquiera de diciembre y, aunque mañana es festivo, estoy en el turno al que le toca trabajar. No me apetece esperar.
Algunos charcos y un asfalto aún mojado me cuentan que ha llovido durante la tarde. Miro al cielo y me amenaza con repetir en cualquier momento la jugada. Tomo aire y, una vez más, me lanzo al mar de hojas caídas que separa la redacción de mi casa.
Al menos, hoy he venido con la lección aprendida: traigo un gorro. Puedo nadar tranquilo. No se me volverán a helar las orejas.