Esta no es mi Desideria… digo mi Holly Golightly
Cuentan las crónicas del momento que después de ver la adaptación cinematográfica que hizo Vicente Aranda de La pasión turca, Antonio Gala se lamentaba amargamente de que el personaje interpretado por Ana Belén no era «su» Desideria, pues muy poco tenía que ver con lo que él había concebido al escribir la novela. Probablemente, eso mismo fue lo que pensó Truman Capote tras ver Desayuno con diamantes: «Esa no es mi Holly Golightly».
Y, probablemente también, con mucho menos lamento y sí una gran alegría.
La realidad es que la Holly de Desayuno en Tiffany’s tiene muy poco que ver con la Holly de Desayuno con diamantes, más allá de sus amplias gafas de sol, el gusto por los vestidos de alta costura –encarnados en el icónico traje de fiesta negro de Givenchy–, una infancia posiblemente trágica que no pudo acabar con su carácter aparentemente ingenuo –y aun así completamente distinto en las dos versiones del personaje– y la joyería Tiffany’s como icono de ensueño en el que evadirse de las dificultades de la vida.
Pese a todo, las diferencias entre la Holly literaria y la Holly cinematográfica son más que evidentes, comenzando por ese pelo tricolor cortado a lo chico y su aspecto de mujer de edad indefinida entre 16 y 30 años, aunque resulte estar a punto de cumplir 19, y continuando por su frívola y pretendidamente ingenua personalidad. Pese a definirse como una aspirante a actriz, la Holly literaria no tiene ningún inconveniente reconocer que es mantenida por los caballeros con los que sale, en un modo de vida que parece cruzar la línea de la prostitución, a la vez que hace mucho más que insinuar su bisexualidad, mientras el lector asiste atónito –o casi– a sus constantes arranques de ira propios de una niña malcriada.
Posiblemente este comportamiento, unido al hipócrita puritanismo de la sociedad estadounidense de finales de los años 50 y comienzos de los 60, habría convertido a Holly en un personaje absolutamente censurable y probablemente odiado por el público. Y precisamente esas circunstancias hicieron que muchas personas se llevasen las manos a la cabeza cuando supieron que la cándida Audrey Hepburn iba a prestarle su imagen en la gran pantalla.
Los temores eran lógicos. Un personaje tan casquivano como el de la señorita Golightly podía arruinar la imagen de chica buena de Hepburn. Y, sin embargo, ocurrió lo contrario. Cierto es que en el guión cinematográfico se obviaron las referencias a la bisexualidad, pero su modo de vida quedaba ahí, latente. Igual que su extraña relación con el mafioso Sally Tomato o su misteriosa huída de Texas. En lugar de acabar sepultada por la personalidad del personaje, el aire inocente de Hepburn se contagió a Holly Golightly, haciendo que el espectador se enamorase de la pobre Lula Mae Barnes y obviase cualquier consideración acerca de la disipada moral de Holly.
De ahí que poco importen tampoco las diferencias argumentales existentes entre novela y película. Da igual que en la primera el narrador sea un escritor anónimo que malvive gracias a trabajos aburridos y mal pagados y cuenta su relación con Holly y cómo esta va evolucionando durante el año que vivieron en el mismo edificio, mientras que en la segunda lo sea Paul Varjak, un aspirante a escritor que vive mantenido por una viuda rica mientras, suponemos, intenta escribir una novela. En ambos casos, Fred, tal y como es rebautizado por Holly, acaba enamorado de ella, si bien una de sus dos versiones tendrá más suerte que la otra.
Lo verdaderamente importante en Desayuno con diamantes es la manera casi accidental en la que este papel cayó en manos de Audrey Hepburn y cómo ella fue capaz de canibalizarlo, convirtiéndolo en la que casi con total seguridad es la interpretación más recordada de su carrera, de forma que hoy la verdadera Holly es ella y no la de la novela e, incluso, es posible que a la del libro se le perdonen sus veleidades porque es la gran, la única, la inimitable Audrey Hepburn. Y sin Audrey Hepburn Holly Golightly no es nadie. Ni tan siquiera la desvalida Lula Mae.