Treffeneros y amigos
Reconozco que hace varios años –demasiados, ya– que no le presto a esta bitácora la atención que se merece. De hecho, sí he de ser sincero, la realidad es que prácticamente no le presto ninguna atención más allá de actualizar la cita semanal o las (pocas) lecturas que voy completando en sus páginas correspondientes. Prueba de ello es que la última entrada que publiqué antes que esta está fechada el día de mi cumpleaños, hace ya casi ocho meses y medio. Y, ni siquiera puede considerarse que sea un texto meditado para este blog; sino una llamada a leer un artículo de opinión publicado en Tiempo de Canarias.
Lo mismo ocurre con la entrada anterior, publicada casi un año antes, el 22 de marzo de 2020, cuando la pandemia de la COVID-19 comenzaba a azotar el mundo y por estos lares llevábamos apenas una semana confinados.

Unos cuantos participantes durante la visita cultural por Tarraco. Las mascarillas nos las quitamos solo para tomar la fotografía.
Mucho no ha llovido desde entonces, pero sí hemos vivido una vorágine de acontecimientos que han cambiado el mundo que conocíamos, privándonos de una normalidad que, ahora, casi dos años después, y con muchas precauciones, comenzamos a recuperar. Para muchas profesiones –sanitarios y fuerzas y cuerpos de seguridad, militares incluidos– han sido veinte meses muy duros, pero también para aquellos que nos dedicamos a la comunicación, con el añadido de que a la vorágine informativa del coronavirus –que durante meses lo absorbió todo–, se han unido otras crisis que, de manera más o menos puntual, han saturado aún más unas redacciones que en los último años parecen vivir instaladas en la saturación. La crisis volcánica que desde hace ya más de un mes vivimos en la isla de La Palma –y que, como o podía ser de otra forma, en Canarias lo ocupa todo– es el último ejemplo de lo que digo. Por el momento.
En todo este tiempo, primero en el confinamiento, con jornadas de teletrabajo inacabables, pero también después, cuando las siguientes olas no nos daban tregua ni nos dejaban respirar, pocas cosas me ayudaron tanto a desconectar y mantener la poca cordura que me pueda quedar como mis treffeneros amigos. Un grupo heterogéneo de personas reunidas en torno a un indomable grupo de WhatsApp que, no recuerdo ya ni cómo, comenzamos cada viernes a “quedar” a través de Zoom para compartir, desde las cuatro puntas de España (y su mismo centro) nuestras frustraciones y temores en un momento de gran incertidumbre y conmoción.
Digo que no sé cómo comenzó la costumbre, pero sí por qué. Desde hace ya unos cuantos años –y sin merecerlo en absoluto– formo parte de un grupo de personas unidas por una afición común que al menos cada cada primavera se reúne en un lugar de España para, con la excusa de hacer unas cuantas visitas culturales, pasar un fin de semana de cenas, comidas y confidencias varias. La pandemia, como a todos, rompió nuestros planes de encontrarnos en mayo del pasado año en la imperial Tarraco. Las siguientes olas frustraron también la posibilidad de recuperar el viaje en otoño o la pasada primavera. Entretanto, comenzamos a reunirnos, primero una hora, luego dos y hasta casi tres, a través de Zoom. Cada uno en el salón de su casa, pero todos en las de todos.
Las primeras semanas llegamos a ser hasta cuatro decenas de personas a la vez, poniendo a prueba no solo la capacidad de los servidores de la compañía tecnológica y de las líneas de fibra óptica o 4G de las compañías telefónicas de cada uno, sino nuestra propia capacidad de coordinarnos para no hablar todos a la vez y entendernos mínimamente. Con el tiempo –y la relajación de las restricciones– el número de participantes fue descendiendo hasta estabilizarse en torno a la quincena. Unos iban y venían, mientras un pequeño núcleo duro permanecíamos ahí, semana a semana, al pie del ordenador siempre que las obligaciones laborales o personales nos lo permitían.

Foto de familia de (casi todos) los participantes en el encuentro. Las mascarillas nos las quitamos para hacer la foto.
Al resto, no lo sé, pero a mí esa cita semanal de apenas dos horas me ha servido cada viernes para desconectar de una realidad de jornadas laborales maratonianas y mentalmente extenuantes en las que desarrollar una vida que se pareciera medianamente a la que vivía antes de la pandemia se ha convertido en una tarea prácticamente imposible. En apenas veinte meses, y solo a través de la pantalla, he desarrollado una afinidad con personas a las que apena había visto una o dos veces en persona como no me ha ocurrido con otras a las que conozco de toda la vida. Me ha sucedido, incluso, con otras a las que no había tratado nunca antes. Porque durante este tiempo también se unieron otras muchas personas a ese grupo de locos, cada uno de su padre y de su madre, que se dedican durante un par de horas a la semana a algo que si no es un ejercicio de terapia colectiva se le parece mucho.
Por eso, cuando este viernes nos congregamos en nuestra reunión semanal, pero no a través de la pantalla del ordenador, sino en persona en nuestro encuentro tan largamente aplazado, más de uno acabamos con los ojos empañados de la alegría. Aunque durante todo el fin de semana las mascarillas han sido una compañía molesta pero necesaria, estos tres últimos días en Tarragona me –nos– han devuelto a una realidad que teníamos ya prácticamente olvidada. Casi sesenta personas nos hemos encontrado muchos meses después de lo previsto. No estaban todos los que somos, pero sí somos todos los que estábamos; y a los ausentes los añoramos. A todos –pero especialmente al núcleo duro de treffeneros–, los considero ya amigos de y para toda la vida, a los que no me queda más que agradecer tan buenos momentos.
Porque, entre todos, durante veinte meses, ya fuera por Zoom o a través de ese hiperactivo grupo de WhatsApp, hemos compartidos penas y alegrías y nos hemos apoyado en momentos realmente duros y celebrado los buenos, que también los ha habido. Y, por eso, por tanto y por tan poco, tocaba ya poder hacerlo en persona durante un largo fin de semana lleno de sorpresas inesperadas y alegrías.
Escribo esto entre una cafetería del aeropuerto de Reus y los primeros minutos del vuelo de Binter que me devuelve a Gran Canaria, luchando contra el sueño y agotado, pero con las pilas anímicas completamente cargadas. Pienso ya en cuál podría ser lugar escogido para nuestro próximo encuentro –y si, como en esta ocasión, tendré combinaciones de transporte que me permitan llegar sin grandes inconvenientes–, convencido de que comenzaremos a planearlo tan pronto como llegue el encuentro virtual del próximo viernes. Porque las costumbres buenas hay que mantenerlas.
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