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En la vida siempre hay que tener comodines

lunes, 7 noviembre 2022

Quienes me conocen saben que este 2022 no ha sido –está siendo– un año especialmente bueno para mí. De hecho, sería mucho más propio calificarlo como un año de mierda –con perdón–, pero, para ser un poco más correctos, diremos que está resultando ser un mal año. Casi con total seguridad y con bastante diferencia, el peor de mi vida. Lo ha sido prácticamente desde su inicio y nada indica que los poco menos de dos meses que le quedan de vida lo vayan a mejorar.

Por eso –precisamente por eso–, en las últimas semanas estoy empezando a aprender a valorar las pequeñas grandes cosas que en escasos momentos nos ofrece la vida. Y este fin de semana he tenido la pequeña gran suerte de volver a vivir uno de ellos. Hace algo más de un año, conté cómo la vida –Ana, nunca podré agradecerte de la forma que mereces que me invitaras a unirme a este grupo de locos– me ha llevado a formar parte de una pequeña gran familia formada por casi un centenar de personas de prácticamente todos los puntos de España. Con todas nuestras diferencias y peculiaridades, y a pesar de la distancia física que nos separa, hemos formado un grupo que, creo no equivocarme, está mucho más unido que muchas familias de sangre.

Foto de famlia del Treffen de Oviedo.

Foto de famlia del Treffen de Oviedo.

En la distancia compartimos a diario nuestras alegrías, pero también nuestras penas. En los últimos meses he aprendido que esto último es, quizá, mucho más importante que lo primero. Porque sin tener ningún tipo de obligación, la inmensa mayoría de los integrantes de esta familia en la distancia nos felicitamos en los momentos dulces y nos apoyamos en los más amargos sin pedir nada a cambio. Y, por desgracia, en los últimos meses yo he tenido la inmensa suerte de ser uno de los destinatarios de esas muestras de cariño, que casi siempre han funcionado como auténticas inyecciones de moral, sobre todo en nuestras reuniones virtuales de los viernes por la noche y sus ya legendarias horas golfas.

Pero, claro, como no todos nuestros encuentros van a ser virtuales, este fin de semana –al fin– nos ha tocado celebrar una de nuestras cada vez más famosas –a lo que ha publicado la prensa estos días me remito– y multitudinarias reuniones. Si el Treffen –así las empezamos llamando, medio en broma, y así quedaron oficialmente bautizadas– del pasado otoño en Tarragona, aún con algunas restricciones sanitarias, fue el de la explosión de alegría por el reencuentro tras dos años de parón obligado por la pandemia; y el de Murcia y Cartagena de la primavera –aun con la cabeza en otra parte–, la constatación de que la normalidad había vuelto para quedarse, el de este fin de semana en Oviedo ha sido el de la confirmación de que somos mucho más que un grupo de frikis a los que une una curiosidad insaciable y la pasión por los concursos culturales. El de la constatación de que somos una gran familia.

Más allá de una impecable organización gracias al inmenso, desinteresado e impagable trabajo del comité organizador –gracias una vez más, Julio, Víctor y Victoria– para lograr que este fuera un fin de semana inolvidable, me llevo también de estos tres días el enorme cariño que he recibido de las más de cincuenta personas que en algún momento de este fin de semana nos hemos dado cita en Vetusta. No por mí, que ya lo daba por descontado, aunque debo confesar que en algunos momentos he llegado a sentir que recibía muchísimo más de lo que honestamente merezco, sino por quien me acompañaba por primera vez. Desde el primer minuto se ha sentido intensamente arropada y –al menos eso espero– una más de la familia. Y eso es algo por lo que, dadas las circunstancias y las dudas que me suscitaba esta situación, estaré eternamente agradecido.

Parte del grupo, el domingo antes de la despedida.

Parte del grupo, el domingo antes de la despedida.

No voy a nombrar a nadie. No hace falta, porque el cariño ha llegado en mayor o menor medida de todos prácticamente sin excepción. Y, además, hemos sido tantos que me dejaría atrás a más de una (y de uno) y eso sí que sería enormemente injusto por mi parte. Quizá, solo quizá, podría hacer mi agradecimiento un poquito más intenso al pensar en aquellos que desde el mismo momento de la llegada, posiblemente porque muchos de ellos son los que siempre están ahí para hacerme reír en los momentos más duros, ya sea en público o en privado, han hecho un esfuerzo mayor para que quien tenía que sentirse arropada se haya sentido una más de la familia. Ese gesto lo llevaré siempre en el corazón. No diré a quienes me refiero, porque siguen siendo muchos y, además, estoy convencido de que todos ellos saben muy bien quiénes son.

Dejo de teclear un momento para escuchar al comandante que nos lleva, cansados pero con el ánimo recargado, a casa mientras habla por la megafonía. Dice que estamos sobrevolando Cáceres –un saludo, Feli; se ha echado de menos poder desvirtualizarte– y que probablemente llegaremos a Gran Canaria con algo de adelanto sobre la hora prevista. Y pienso que va siendo hora de cerrar este texto en el que, creo, me he desnudado demasiado. O, al menos, mucho más de lo que me gusta hacerlo en público –y, para qué engañarme, también en privado–. Solo añadiré que si, como dice Moreno, en la vida siempre hay que tener comodines, yo me marcho de Oviedo con los bolsillos repletos de ellos y eternamente agradecido. A todos y por todo. Y no, no estoy llorando; es que estos días he dormido poco y el aire de la cabina está muy seco y me escuecen los ojos.

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