Síndrome de Diógenes

Hace un par de días que ando de mudanza –de ahí que no aparezca demasiado por esta bitácora– a un piso en una zona algo mejor que en la que vivo ahora mismo y que, sobre todo, me queda mucho más cerca del trabajo. Aunque los días fuertes para el traslado serán el sábado –en la medida en que el Café&Periodismo de este mes me lo permita– y el domingo, cuando voy a trabajar me desvío un poco de mi trayecto habitual y aprovecho para dejando ya algunas cosillas.

Y es aquí donde no puedo dejar de sorprenderme por la facilidad con la que en sólo seis meses, las tres maletas de ropa y la caja de 18 kilos de peso que tenía en enero se han convertido en –contenido de la despensa aparte–, al menos, otra maleta más, microondas, freidora, tendedero, una docena de libros, papeles, así como una serie de cachivaches varios que me piden que, a la vez que voy llenando bolsos de viaje que llevo llenos y traigo vacíos, vaya preparando un montón con todo aquello que no sólo sea prescindible, sino presumiblemente inútil para que, junto con mi última salida de este piso, vayan directamente al contenedor de basuras correspondiente.

Ahora que, horrorizado, descubro que en sólo medio año mis pertenencias en Madrid se han multiplicado casi exponencialmente, creo que empiezo a comprender un poco mejor a los pobres desgraciados que padecen el síndrome de Diógenes. Aunque yo, a diferencia de ellos, sí que sé cuándo debo tirar todo lo que sobra a la basura.

Lo echaría a la hoguera, pero las de San Juan se me acaban de escapar. Por muy poco.

[Fotografía de kevinrosseel/Morguefile]